Con luz mortecina, típico atardecer de un febrero
cualquiera, sentado en la terraza de una cohabitada plaza.
Agradable ambiente, nada bullicioso, rodeado de un verdor grisáceo, el color de unas
plantas separadoras a modo de muro, también ellas vestidas con la requerida paciencia del crudo invierno.
Dejo viajar la vista hasta donde su agilidad cargada de
años le permite, corta es su libertad por estar sujeta a
la vulnerable atalaya del asiento.
Superpuestas están mis manos,
adheridas, como abrazadas a la querencia de una unión eterna. Pegadas sin disimulo a la blanquecina porcelana colmada de humeante café. Buscan el calor, efímera
estufa a titulo de simulados
guantes.
Viene a mi memoria
la tarde anterior, donde todo era igual. El mismo lugar, la
misma mesa inestable, el idéntico calor
errático que reconforta estos vagabundos
guantes prestados e inexistentes para unos dedos torpes. Una película
visionada de nuevo, derechos reservados
de la vida. Una foto en blanco y negro con las huellas del tiempo, salvo por un
detalle que sin ser menor, no le veo.
Afino con el
esfuerzo de estos desgastados ojos todo mi entorno, mezclándolos en el trasiego
de la mal llamada fauna de domesticados
urbanitas. Transeúntes perdidos en sus
pensamientos, sumisos, cargados de
quehaceres. Cabezas bajas como si de espiar
sus culpas se tratara, ruidos y prisas para llegar a la misma hora, y a ninguna parte. Personas
desconocidas y lo peor, ciegas de trato.
Me embarga una
preocupación hasta ahora desconocida, un desazón creciente. Necesito aflojarme el cuello de la camisa. Me
siento inquieto, no paro de moverme. Despechando al frío, noto venir la sombra,
el abrigo sin aporte de calor de la soledad no buscada.
Nunca intercambiamos
una frase y, mucho menos tuvimos una
conversación, ni tan siquiera unas palabras. Nos bastaba un movimiento de
cabeza, una sonrisa a modo de unos buenos días o quizá unas buenas tardes. La compañía de nuestros momentos hablaba por
nosotros. Los pensamientos, tal
vez similares, de dos personas
solas.
Era una persona
mayor, detesto decir viejo. Le notaba cargado de experiencias, huesos
trabajados en silencio, donante así mismo de
vivencias, de alegrías fugaces y penas perennes. Ahora ya, en la decadencia de
la nada. Sin luz de esperanza, su cuerpo maltrecho, recuerdos intermitentes tan
borrosos como inseguros, otros tantos imaginados, quiero entender que
para su bien, acomodados.
Sin el misterio de saber cuando y donde, aunque cercano, acabará todo.
Tiempo nos dio para
fijarnos el uno en el otro, tantas
tardes de café callado, de ser islas dentro de nuestro mismo cuerpo; rodeados
por todos los lados con las aguas del pensamiento. No existían los movimientos
a nuestro alrededor, nuestros oídos como puertos vacíos, sin atronadoras voces anunciando salida
alguna. Solo silencio.
La gorra calada,
vestido con traje sin marca pasado de moda, pero
aseado y limpio, muy limpio en su atuendo. Nada destacable, una
persona más entre las demás. Desapercibido en el deambular diario de la
vorágine de la ciudad.
Tengo un calor
agobiante, nervioso, desenfrenado. No ha venido esta tarde, no ha llegado al puerto
común de la existencia, de la amistad anónima, del espejo tantas veces
necesitado.
Me temo que ya no le
veré en su andar titubeante, arrastrando los pies mal formados por la edad,
cubiertos por unas zapatillas de paño en desuso. Ya no estaré pendiente de la
dificultad con la que llevaba su café con leche, poniendo todo su saber para no
derramarlo. Ni como miraba de reojo, tal vez avergonzado por su torpeza, cuando
dejaba la taza también añeja de porcelana blanquecina. Tenía edad, si, pero
sobre todo tenia la dignidad que le daba la honradez de una vida, deseo con
todas mis fuerzas, que bien vivida.
Anochece, el frío
invade el alma y en las pisadas que me alejan va el recuerdo de él. Me siento
agotado por el miedo, sí, por el helado miedo que deja una sola pregunta a
merced de mi conciencia: ¿Vendré yo mañana?
Vagabundos guantes
prestados, tan inexistentes como invisibles para los demás…
*José Manuel
Salinas*
20-02-16
Cierto que vamos y venimos por la vida perdidos, siempre con prisas sin reparar que alguién puede necesitar una palabra,una complice mirada,un buenos dias que puede significar tanto para la persona que vive en soledades impuestas y miedos a que pasara mañana,pero vivimos demasiado rapido sin reparar en esas pequeñas cosas que harian feliz a alguien en esa soledad no deseada.
ResponderEliminarA mi tampoco me gusta la palabra viejo,es una persona mayor seguramente cargada de dignidad y sabiduria la que le dan los años y pensando con tristeza en un final.
Esa pregunta final amigo es bien dificil y és él resumen de tú relato.
¿ Vendre yo mañana ?
Besos.ANA
Esplendido texto y acertada pregunta...
ResponderEliminarEl paso de los días que a veces nos enriquece en sabiduría támbien nos destruye.
Un placer leerte querido amigo.
Reme.